Entre el 30 de julio y el 7 de agosto, la capital de la provincia Moxos
del Beni se abandona al deleite de la música, los juegos populares,
el buen comer y mejor beber. Su santo patrono preside esta que es,
quizá, la más larga festividad religiosa de Bolivia.
Entre el 31 de julio y por las calles de San Ignacio de Moxos corre algo
que huele a algarabía. La prioridad es llegar a la misa para
recibir la bendición del santo que le dio nombre al pueblo. Rápido,
que el olor a carbón calentando al asador anuncia que la entrada
va a comenzar.
Este día se celebra la festividad de San Ignacio de Loyola,
fundador de la Compañía de Jesús y patrono del poblado que creció
bajo la influencia de las misiones jesuíticas. San Ignacio de
Moxos fue parte fundamental de éstas, creadas por los jesuitas en
1689, con los indios Paunanas (tribu de los Moxos), una de las más
antiguas. Su templo se edificó en 1694 y aún conserva su magnífica
arquitectura.
Es allí donde el párroco bendice a los que participarán de la
entrada, antes de que la imagen del santo patrono salga a presidir
el paso de los macheteros, achus, chasqueros y demás conjuntos;
esos que después alternarán con los juegos populares en la más
poderosa demostración de fe y folklore de la amazonia.
Ayer, unas 40 danzas autóctonas se lucieron en la primera entrada,
denominada Tintiririnti.
Sin duda, uno de los espectáculos de la víspera y de hoy —la fecha
señalada para la chape qene piesta o gran fiesta— es el paso de
los macheteros, una representación de los antiguos habitantes de
la zona y uno de los símbolos de la festividad que le ha merecido
a la región el título de capital folklórica del oriente.
Los Macheteros
parientes de los "anchanchus" o seres malignos y los "sajras", de carácter demoníaco.
Las
plumas azules van coronadas por el tornasol de otras más largas.
El pañuelo de satín amarillo combina a la perfección con el tocado
tradicional, denominado en lengua nativa progi, y con el camisón
blanco de mangas cortas, adornadas con vivos cielo y oro.
Son los macheteros. Los rostros solemnes de los bailarines —todos
varones de diferentes edades—, se mueven al ritmo del tamborcillo
tan característico en la música de raíces coloniales. La danza
también tiene ese origen y es una representación de la
resurrección de Jesucristo y su ascensión a los cielos, desde la
interpretación nativa.
Cada danzante lleva en la mano derecha un machete de madera (tumoré
ti yucuqui), pero nada, ni la calculada cadencia de los pasos de
baile pueden competir con la belleza del tocado. Las plumas de
parabas, de las que abundan en la selva amazónica, van
artísticamente ordenadas de acuerdo con la intensidad de los
colores. Sujeta del armazón embellecido por las piezas de colores,
se extiende sobre la espalda del danzarín un cuero de piel de
tigre que llega hasta los talones, de donde cuelgan cintas o
cordones con semillas de paichachíes, unos granos que suenan como
cascabeles.
Los danzarines descalzos se mueven ceremoniosamente sin soltar los
machetes ni deponer su actitud de guerreros a punto de entrar en
combate. Agachan la cabeza y la elevan, en señal de ascensión y
muerte; pero en ningún momento quiebran el ritmo de la música de
tamborcillos e instrumentos de viento. Todo es tan ceremonial como
el atardecer y el amanecer en los llanos de Moxos.
Los jóvenes ignacianos hablan de lo que representa este baile,
aunque no parece haber consenso entre ellos. Uno de los que están
mezclados entre el público dice que los macheteros hablan de la
faena laboral del siringuero, perdido en la inmensa amazonia de
Pando y Beni
Resurrección de Jesucristo y su
ascención a los cielos,
pero desde una interpretación
estrictamente nativa.
Cada bailarín lleva en la mano derecha un machete de madera (tumoré
ti yucuqui), una camisa larga y blanca, sin mangas ni cuello, y
con franjas coloridas a los costados. Portan en la cabeza un
tocado -denominado en lengua nativa progi-, hecho de plumas de
parabas (ave amazónica), artísticamente ordenado de acuerdo con la
intensidad de los colores.
Sujeta del armazón que sostiene el tocado de plumas, se extiende
sobre la espalda del danzarín un cuero de piel de tigre, que llega
hasta los talones cubiertos con semillas de paichachíes, que hacen
las veces de cascabeles.
Los
danzarines descalzos se mueven ceremoniosamente sin soltar los
machetes ni deponer su actitud de guerreros a punto de entrar en
combate. Agachan la cabeza y la elevan, en señal de ascención y
muerte; pero en ningún momento quiebran el ritmo de la música
fabricada con tamborcillos e instrumentos de viento. Todo es tan
ceremonial como el atardecer y el amanecer en los llanos de Moxos.
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